sábado, 11 de junio de 2011

Hacia el edificio de energía cero

En menos de diez años estaremos proyectando y construyendo edificios cuya demanda energética deberá ser cero o casi cero. Esto va a representar un cambio de mentalidad muy importante, donde las formas de hacer y de pensar habituales deberán dar pasos a otra filosofía de diseño.
El aspecto más importante será reducir la demanda energética del edificio mediante controles y protecciones. Habrá que conservar la energía producida incrementando los aislamientos térmicos, de tal modo que la trasferencias de energía hacia o desde el exterior se minimicen hasta casi anularse. En climas de templados y cálidos, con mucha radiación solar, se impondrán las combinaciones de técnicas de aislamiento. El concepto único de aislamiento conductivo, propio de los países fríos, no será adecuado, no porque no deba emplearse, sino porque deberá combinarse con otros procedimientos aislantes. Se deberán incrementar los espesores de los materiales aislantes conductivos convencionales, pero se deberán empelar también soluciones que protejan la envolvente de la radiación solar y de los riesgos de sobrecalentamiento estival: cámaras de aire ventiladas, aislamientos reflectivos y bajo emisivos, y superficies vegetales en cubiertas y fachadas.
Cubierta vegetal en el Zoo de Berlín

 El otro gran consumidor de energía en el edificio es la ventilación higiénica, cuyo caudal, en lugar de disminuir deberá incrementarse en aras de una mejor calidad del aire. Esto obligará a implementar sistemas de pretratamiento del aire, con calor residual o aprovechando el terreno, para, posteriormente, hacerlo circular por intercambiadores de calor entálpicos de alto rendimiento que reduzcan a casi cero la demanda energética de un caudal de ventilación que no deberá bajar.
En relación a los huecos acristalados, mejoraremos la trasmitancia térmica de vidrios y carpinterías hasta el punto de casi igualarlos a las partes opacas del cerramiento, pero, también, para reducir o eliminarla demanda de energía para la refrigeración, será necesarios optimizar las protecciones solares, ya sean fijas o móviles domotizadas.
Otra forma de reducir la demanda será generando en el interior del edificio unas condiciones de bienestar que hagan innecesario cualquier consumo de energía. Se potenciarán de ese sentido los sistemas pasivos de acondicionamiento, ya sean tanto los de captación solar, como los de refrigeración, evaporativa, radiante, conductiva, convectiva, etc.
Fachada vegetal del Pabellón de Alsacia en la Expo de Shangai

Si incorporarnos en la demanda de energía la necesaria para hacer funcionar electrodomésticos, alumbrado y otros equipos eléctricos, simplemente usar aparatos de alto rendimiento representará una menos demanda. Naturalmente, aún no hemos llegado a equipos perfectos que no consuman nada, por lo que habrá que autogenerar energía dentro del edificio para cubrir lo necesario; será el momento de la fotovoltaica, de la cogeneración o, incluso, de la minieólica.
Un concepto amplio de edificio de energía cero puede llegar a abarcar incluso al trasporte que precisen los ocupantes de los edificios, por lo que su ubicación, el acceso al trasporte público o la accesibilidad con bicicletas también serán factores positivos. Esto hará aún más necesario la autogeneración de energía que compense los gastos de transporte.
Igualmente se puede hacer extensivo a la energía embebida de los materiales, lo que implicará seleccionar los materiales que precisen menos energía en su fabricación, los próximos, que gasten poco en trasporte, y los reciclados, que ya hayan amortizado la energía de la extracción y primera manipulación. En cualquier caso, el edificio deberá ser capaz de generar mucha energía para alcanzar un balance neutro, y eso sólo se conseguirá con un cambio amplio de mentalidad.
En ese sentido, la nueva normativa de edificio de energía cero llevará aparejada un procedimiento de verificación que muy probablemente sea un programa integrado en el Código Técnico de la Edificación. Es de esperar que este nuevo programa contemple las singularidades mediterráneas y, especialmente, las españolas. Igualmente, que tenga en cuenta criterios arquitectónicos y hábitos y costumbres locales del uso del edificio. Sería un error seguir las directrices clásicas del edificio hermético, del gusto de ingenieros que pueden controlar así su funcionamiento, y de los países del norte de Europa, que rehúyen el contacto con el exterior.
Nuestro programa deberá tener en cuenta recursos naturales que se puedan aprovechar en nuestros climas, como la captación solar, lo que llevará aparejado considerar ampliamente la inercia técnica que del edificio. Igualmente habrá que considerar la ventilación nocturna, tan utilizada habitualmente y con gran potencial energético.
Pero no se puede dejar fuera la ventilación en otros momentos del día que, sin implicar ni calentamiento ni enfriamiento, representa habitualmente una gran estrategia de bienestar adaptativo. No se trata de hacer que los edificios demanden cero de energía para su acondicionamiento, se trata de hacer que los ocupantes demanden energía cero para alcanzar su pleno confort. Si nos basamos en el edificio será meramente una cuestión de temperaturas y energía; si nos basamos en el individuo será un tema de sensación térmica.
Una corriente de aire en verano acelera las pérdidas de calor del organismo al margen de la temperatura. Si se pone en valor esa ventilación podremos hacer uso de las estrategias clásicas de acondicionamiento pasivo sin obligarnos a hacer edificios herméticos. Entiendo la dificultad que tendrá valorar los sistemas de ventilación, los huecos, los pasos del aire y su velocidad, todas difíciles de determinar, pero son  nuestras singularidades la que obligan a marcar diferencias con los programas clásicos que no caracterizan bien estas estrategias.
Es nuestra gran oportunidad, pero también nuestra gran responsabilidad, de hacer una herramienta realmente efectiva que nos permita diseñar edificios bioclimáticas con la confianza de que sus estrategias se puedan valorar correctamente, algo que no está ocurriendo hoy en día.
Ambiente enfriado evaporativamente en la Expo de Zaragoza

domingo, 5 de junio de 2011

Los invariantes bioclimáticos en la arquitectura popular islandesa. Las casa de turba

Islandia es un país extremo, de condiciones duras, con un clima singular, porque siendo un clima prácticamente polar en toda la isla, no es particularmente frío. Los veranos son más fríos de lo habitual en Europa, pero los inviernos no lo son, especialmente si se comparan con los que sufren en Canadá, ciertas partes de Estados Unidos, los países escandinavos e, incluso, Centroeuropa. La responsable es la Corriente del Golfo que baña parte de sus costas, atemperando el clima.
La imagen de su paisaje es la de la tundra, que es un paisaje bioclimático (bioma) caracterizado por su subsuelo helado (permafrost), falta de vegetación arbórea, suelos cubiertos de musgos y líquenes, y zonas húmedas con turberas.





Imágenes del clima extremo de Islandia: lagos helados, playas de arena volcánica negra, impresionantes cascadas y cataratas, glaciares y energía geotérmica.
El origen y carácter volcánico de la isla, que se mantiene activo actualmente con frecuentes y recientes erupciones, es la esencia de su historia y de su presente. En 1783, la erupción del Laki estuvo a punto de acabar con toda la vida animal de la isla, incluida la humana, oscureciendo el cielo durante meses. Recientemente, en 2010, la erupción del volcán situado bajo el glaciar Eyjafjallajokull, puso en peligro la vida de muchos islandeses y tuvo condicionados toda la actividad aérea en Europa. Estas frecuentes erupciones han ido destruyendo, a veces tan solo en días, el manto vegetal y la superficie boscosa que había necesitado decenios para crecer, dejando muy poca superficie productiva.
Si se tiene en cuenta la parte cubierta por lava y la cubierta por glaciares, queda únicamente un 0,07% de su superficie cultivable, lo que indudablemente influye en su economía y en su forma de ser, más vinculadas al mar que a la tierra. A pesar de todo es una isla verde, más una green-land que una ice-land, pero de herbáceas y de musgo, capaces de cubrir los mares de lava.


Lava cubierta de musgo y líquenes.

Este carácter volcánico también limita los recursos materiales para la construcción de una forma indudable dado que, a diferencia de Escandinavia, carecen de madera. La que tradicionalmente se ha usado es la llamada "madera flotante" o "madera a la deriva", que llegaba por mar en grandes cantidades desde la desembocadura de los ríos siberianos y de Canadá. Con ella se hacían los recubrimientos interiores de las casas, ya que para los elementos estructurales la madera de los escasos abedules que crecen en Islandia podría ser suficiente.
Para obtener el confort, el aislamiento térmico en las construcciones es una necesidad primordial y, en particular en los países fríos, un objetivo imprescindible; pero, a diferencia de la mayoría de países de climatologías similares, en Islandia no se pueden emplear muros gruesos de madera para protegerse, ya que no disponen de ella. Sin embargo, la tierra es rica en turba, fase temprana del carbón mineral, en la que el producto es ligero, manejable y aislante. La turba se produce por la putrefacción y carbonificación de materia vegetal en presencia de agua ácida, dando lugar a capas de varios metros de espesor. Su extracción y corte son muy sencillos, y para ello emplean herramientas muy elementales. En estado natural, al ser extraída, tiene un contenido de humedad muy alto, lo que representa un grave inconveniente para el aislamiento, por lo que antes de usarla deben dejar que se seque completamente.

Detalle del grosor de los muros de turba.

La turba seca puede tener una conductividad térmica similar a la de un aislante térmico convencional no excesivamente bueno, al tiempo que una aceptable resistencia mecánica; por ese motivo, con ella se levantan directamente los muros de las casas, asegurando con ellos aislamiento y estabilidad. El proceso de construcción se inicia con el recorte de los bloques de turba, como si fueran ladrillos muy largos y anchos, de 10 a 20 cm de canto, y 40 a 50 por 20 a 30 cm, de soga y tizón respectivamente. Con ellos se van haciendo los muros que, según la documentación existente, podían llegar a ser de varios metros de grosor. Esto podía convertir en adiabáticas, es decir, con intercambio de energía cero, a estas fachadas.


 Los huecos en las construcciones tradicionales islandesas son siempre muy pequeños.

La turba húmeda pierde el carácter aislante, pero también hay que recordar que es casi impermeable cuando está seca, por lo que, aunque se humedezcan las capas más externas como consecuencia de la nieve persistente, el grosor de los muros podía asegurar la sequedad y capacidad aislante de las capas interiores. El muro completamente seco puede equivaler a un 80% de la resistencia térmica de un aislante comercial de igual espesor, es decir, muchísimo, y parcialmente húmedo tal vez a un 20 o un 30%, aún una resistencia muy significativa debido a su gran espesor.
Una de las técnicas de construcción de estos muros consistía en colocar las piezas en forma de espina de pez, o "espina de arenque" (klömbruhnaus, según el arcaico término islandés), que daba un mayor atractivo estético a la fachada y que ayudaba probablemente a su drenaje. Los bloques en espina de pez son más gruesos y estrechos que las lajas que se colocaban horizontalmente. Estos muros de turba se apoyaban sobre un fundamento de piedra volcánica, cimentación y zócalo, que evitaba la ascensión de humedad por capilaridad desde el terreno y mantenía seca la turba.
 Detalle del aparejo de los bloques de turba en “espina de arenque”.

Los componentes de las cubiertas eran también lajas parecidas, pero intercalando una hoja impermeable formada por láminas de corteza de abedul superpuestas. La turba exterior, sobre la que crece la vegetación que justifica el nombre también habitual de estas construcciones como “casas de césped”, se mantiene húmeda todo el año, pero la capa impermeable y la pendiente de la cubierta drenan los excesos de agua hacia el exterior. Bajo esa lámina de abedul también hay un considerable espesor de turba aislante, razonablemente seca, apoyada sobre la estructura de madera interior pero ligeramente separada de ella por una pequeña subestructura, también de madera, que permitiera su aireación y evitaba que se pudriera. Los muros probablemente tenían dos capas, la exterior, más expuesta a la humedad, y otra interior separada de la anterior por una cavidad llena de piedra; a esta cavidad llegaría el agua drenada en la cubierta desde la capa impermeable de abedul, y desde la cavidad se evacuaría el agua hacia el exterior del edificio.

 Sobre las cubiertas crece la vegetación con libertad e, incluso, es necesario segarla en verano.

En conjunto, el aislamiento de toda su envolvente es muy aceptable. El principal inconveniente es que estos muros de turba son frágiles y deben rehacerse regularmente después de algunos años, ya que el proceso de putrefacción sigue desarrollándose, sobre todo en las capas más exteriores y expuestas a la humedad, pero en su conjunto, dadas las condiciones extremas del clima islandés, el resultado en cuanto al aislamiento térmico es bueno.



 Detalle del arranque de los muros de turba sobre una base de piedra volcánica.

La vegetación, que siempre cubre la cubierta y estabiliza el conjunto al ser atravesadas y cosidas las capas de turba con las raíces, también puede cubrir los muros, sobre todo en primavera y verano. La de las cubiertas, incluso, debe segarse ocasionalmente para evitar que los animales suban a pastar.
En su conjunto, estas casas se integran visual, material y conceptualmente con el paisaje, formando parte de él como otro elemento natural más. En el libro Gente independiente del premio nobel islandés Halldór Laxness, un personaje habla de la vivienda que acaba de construir diciendo “y he ahí la casa, como si formara parte de la propia naturaleza”, señalando como la arquitectura vernácula puede formar parte del paisaje. En ese mismo libro, al mostrar la casa a su mujer, como un gran mérito, le comenta: “Espera hasta el próximo verano y no habrá diferencia entre el techo y el campo”.
Los puntos débiles son sus huecos, pero eran muy escasos y pequeños; esto es propio de toda la arquitectura popular de latitudes altas, dado que la falta de luz hacía innecesarias las aberturas, representando, hasta la aparición de los actuales materiales, casi exclusivamente puntos de pérdida de calor. En el mismo libro mencionado anteriormente, al describir los huecos se dice: “Abierta en el declive del techo, otra ventana, con un vidrio no mayor que la palma de la mano”, y más adelante, al hablar de la luz, dice: “…pero el espesor de las paredes de afuera, hechas con ladrillo de turba, era demasiado grueso para dejar pasar mucha luz, y ni un rayo podría entrar a menos que el sol diera directamente frente a la ventana.”


Granja de Glaumbaer. Aunque en las reconstrucciones actuales aparezcan frentes de madera en las que se ubican las puertas, lo más probable es que en las originales fueran también de turba con la puerta incrustada en ella.

En la actualidad se han recreado algunas granjas tradicionales con las mismas técnicas constructivas que las empleadas antiguamente. No obstante se conservan algunas construcciones en turba originales, como la iglesia de Vidimyrar (Vidimyrarkirkja), de más de 200 años, construida también con muros de turba. Aunque los muros exteriores se han ido rehaciendo con el paso de los años, su interior está recubierto con la misma madera que se empleó originalmente, madera de deriva llegada a las costas islandesas. El espacio interior es relativamente pequeño, muy compartimentado para los fieles que aprovechaban su propio calor corporal para acondicionar la iglesia; las 10 ó 20 personas que podían ocupar la iglesia producirían entre 1800 y 3600 W, capaces de subir la temperatura del aire interior en 8 ó 10 ºC en sólo 10 minutos. Hoy en día no ha cambiado mucho, ya que una pequeña estufa de aire es la encargada del acondicionamiento.


Exterior e interior de la iglesia de Vidimyrar (siglo XIX).
Los espacios interiores de todas estas viviendas eran pequeños y estaban forrados de madera flotante. La madera es un material de calentamiento lento (difusividad térmica muy baja), que sólo absorbe calor en los milímetros más superficiales. Esto permite acondicionar el aire de la vivienda con muy poco consumo de combustible; en este caso el combustible (normalmente estiércol) era el directamente empleado para el cocinado. La cocina, el hogar, generaba suficiente calor para el acondicionamiento de todo el edificio y, dado que estaba situada en un punto central de la casa, distribuía el calor correctamente a todos los espacios aprovechando el aislamiento de la turba; la salida del humo se producía través de uno varios agujeros practicados en la cubierta, que se abrían o cerraban según la necesidad mediante un “tapón de turba”. No obstante, hay referencias de personas que vivieron en casas de turba del siglo XIX cuando eran niños y su recuerdo es más bien de espacios húmedos (posiblemente provocados por la mala extracción del humo de la cocina) y tristes (sin duda como consecuencia de la falta de huecos y, por tanto, de luz).
El uso de la madera como acabado interior es muy recomendable es estos climas en los que no es posible calentarse con el Sol. Cuando se usa una fuente de energía continua, como es la biomasa que se quemaba en el hogar, no es necesario ni recomendable usar acabados que absorban calor, como los empleados en clima mediterráneo: piedra, tierra, cerámica, etc. La madera, debido a que apenas absorbe calor, permite que toda la energía consumida se emplee única y exclusivamente en calentar el aire, que de por sí necesita muy poco, y crear rápidamente una sensación de bienestar.
Los dormitorios consistían en pequeñas cabinas situadas en altillos separados del suelo y cerradas como si fueran armarios, para aprovechar al máximo el calor corporal de la persona que la ocupaba, en torno a los 100 W por persona en condiciones de sueño.


Interior de una granja. Al fondo se aprecia la cama situada dentro de una alacena.


Las Sagas islandesas, tradición escrita de la historia de Islandia, han permitido reconstruir estas construcciones tradicionales, sobre la cimentación que aún perdura, con gran verosimilitud, describiendo espacios, tamaños y usos. También en las Sagas se describen las letrinas, en algunos casos como construcciones exentas, y en otros como adosadas a la construcción principal y dotadas de canalillos de evacuación hacia el exterior. Algunas de las esas viejas granjas reconstruidas sobre las cimentaciones originales se pueden ver en Skögar, Bolungarvik, Nupsstadur, Glaumbaer o Skagafjordur.
Algunas construcciones actuales siguen manteniendo la vegetación en la cubierta con la técnica tradicional. En otras, se arriman a los laterales de las casas tierra o turba, dejando que crezca la vegetación y aportando de este modo aislamiento adicional, lo que en muchos casos puede ser suficiente; hay que pensar que las diferencias de exigencias de bienestar en invierno entre un islandés y un español (huella genética adaptativa) puede ser de casi dos grados y medio menos, lo que les permite sentirse muy confortables con temperaturas de 18 ó 19 °C, o incluso menos, si tenemos en cuenta que suelen estar bastante abrigados en el interior de las casas, lo que puede reducir su temperatura de bienestar en otros 2 ºC más en relación a nuestros hábitos de vestimenta.

Construcciones actuales con el techo de turba.

En resumen, como casi siempre se puede y se debe aprender de la arquitectura vernácula cómo el ser humano es capaz de crear espacios habitables con unos recursos materiales y energéticos muy reducidos. Hoy en día disponemos de conocimientos y productos muy superiores a los de estos constructores anónimos, pero en muchos casos se utilizan tan mal que se obtienen resultados que no admitirían una comparación con lo aportado por la arquitectura vernácula. Debemos saber mirar en esta arquitectura todos sus lograr para adaptarlos, con los nuevos materiales, a nuestras mayores exigencias de bienestar y salud.