sábado, 4 de marzo de 2017

La ciudad sostenible y resiliente


La sostenibilidad es un concepto eco-biológico que habla del equilibrio entre una especie y los recursos de su entorno inmediato. Si se mantiene ese equilibrio la especie progresa, evoluciona o, al menos, sobrevive. Si se pierde ese equilibrio la especie desaparece. Eso ha ocurrido millones de veces con las especies vivas que han poblado la Tierra, que han sido sustituidas por otras más resilientes o con más suerte, que también hay que tenerla. El ser humano es una de esas especies en riesgo si se pierde el equilibrio. Como especie aún no hemos desaparecido, pero aldeas, tribus, comunidades o razas enteras, si lo han hecho por esa causa.

El entorno inmediato de los animales y vegetales es muy pequeño en general, pero para el hombre hoy en día es la superficie total del globo, y tal vez en el futuro lo sea incluso nuestro sistema solar. Pero mientras no podamos llegar tan lejos deberemos ser cuidadosos con la capacidad de recuperación de los recursos de esta gran isla que es la Tierra. Al igual que consideramos a las islas como ecosistemas delicados, la Tierra lo es también.

A lo largo de la existencia del planeta ha habido cinco grandes extinciones, con la desaparición de más de 70, 80 o incluso 90% de las especies vivas. En general no ha sido culpable el hombre sino fenómenos naturales, como la propia formación de la Tierra en la época de los volcanes, las sucesivas e inevitables glaciaciones que se han ido produciendo o el gran meteorito que cayó sobre el Yucatán y que mató a todos los dinosaurios al romperse la cadena trófica y desaparecer sus recursos alimenticios.

Hoy en día se dice que estamos camino de la sexta extinción. Tal vez sea una exageración, pero si somos capaces de leer los avisos que nos manda el planeta quizá no lo sea tanto. Las grandes extinciones siempre han venido precedidas de rápidos cambios en el hábitat a los que los seres vivos no han podido adaptarse por falta de tiempo; con tiempo todos los seres vivos evolucionan para adaptarse a un nuevo hábitat. Hoy en día los cambios que se están produciendo en nuestro hábitat se producen a un ritmo 10 veces superior al que hubo en las cinco extinciones anteriores. Luego es cierto que estamos en situación de riesgo y que debemos controlar los cambios y adaptarnos a una nueva situación.

¿Qué recursos están en riesgo? Para cualquier ser vivo los alimentos, el agua, el espacio físico con un aire limpio para desarrollarse, y los recursos materiales para cubrir sus necesidades de hábitat.

Desde la óptica de la arquitectura, nuestra responsabilidad está en esos recursos materiales para construir y energéticos para acondicionar y cubrir el resto de necesidades funcionales del edificio. En este aspecto la energía es menos problemática porque tenemos conocimientos y recursos tecnológicos para no agotarla: el diseño bioclimático y el uso de instalaciones de energías renovables. Sin embargo agotamos completamente los materiales que usamos para construir. El único material constructivo sostenible es la madera, pero no es el más adecuado en muchas partes del mundo, como es España, para aprovechar pasivamente los recursos renovables del clima. El agua es otra de nuestras responsabilidades porque los edificios en su construcción, materiales y sistemas, y en su uso, consumen gran cantidad de agua. El agua es una cantidad limitada y fija que con el aumento de la población toca a menos. También es el momento de empezar a preocuparnos de los alimentos y convertir a las ciudades, y por qué no a los edificios, en pequeños productores de recursos.

La resiliencia es la adaptación de un ser vivo, como nosotros, a un agente perturbador, la falta de recursos, o una situación adversa, como el cambio climático. Por esos deberíamos empezar a hablar de una arquitectura resiliente, capaz de adaptarse a las condiciones actuales. La arquitectura popular siempre fue resiliente, disponían de los recursos materiales de su entorno para construir y del clima para acondicionarse, logrando una perfecta adaptación, que va más allá de lo medioambiental para ser también social y cultural.

Ha habido arquitectura popular capaz de encontrar aislamiento térmico para conservar la energía que captaban o producían, como la turba en las casas islandesas, los techos de pasto en Noruega, el picón volcánico en Santorini o la totora en el Titicaca. Capaz de provocar la ventilación necesaria para crear espacios acogedores, como en los palafitos situados sobre las corrientes de agua, a través las fachadas permeables en los climas tropicales, gracias a las estructuras completamente diáfanas en planos verticales y horizontales de las casas japonesas, o con los inteligentes sistemas de ventilación de las torres de viento persas o las chimeneas térmicas por diferencia de altura de las casas cueva. Capaz de asegurar la protección solar que no falta en ningún clima que tenga una radiación excesiva, a veces con dispositivos, a veces simplemente eliminando los huecos al exterior u orientándolos correctamente.



Las construcciones de los uros sobre el Titicaca se adaptan al recurso local, la totora, para hacer con ella las islas, las casas y usarla como alimento y combustible.



La arquitectura bioclimática es la heredera de esa arquitectura popular. Por eso, aunque no le cambiemos el nombre, es claramente una arquitectura resiliente y, por tanto, sostenible.

Casi diría que el término resiliente es más adecuado que el de sostenible, ya que éste tiene una connotación de pasividad, de aguantar, de sostener, mientras que el término resiliente nos habla de adaptación y, por tanto, de evolución, la que no tuvieron los millones de especies que desaparecieron en el pasado.

La ciudad también tiene que ser resiliente al inevitable cambio climático. Quizá las ciudades son los entes más sensibles al cambio climático, porque si la temperatura del globo llega a subir unos 2 ºC a lo largo del siglo, como se prevé en algunos escenarios, las ciudades seguro que triplican la subida. La culpa la tendrán las superficies inorgánicas que acumulan el calor de la radiación solar, y la contaminación con gases de efecto invernadero que dificultará que ese calor acumulado se pueda disipar hacia la bóveda celeste. La insensatez de eliminar completamente la naturaleza de las urbes, salvo por elementos icónicos que nos hacen creer que tienen suficiente vegetación, y permitir fuentes de contaminación descontroladas, han convertido a las ciudades en islas de calor. Es necesario recuperar la vegetación en los suelo, aunque sean pequeñas manchas de verde repartidas por las calles que por su anchura lo permitan, en los techo y fachadas viables, ampliar los suelos permeables al máximo posible para recargar acuíferos y aportar enfriamiento evaporativo, usar suelos que absorban menos radiación solar y fomentar las zonas sombreadas.

Isla de Calor Urbana de Madrid realizada por el grupo de investigación ABIO, con diferencias de más de 10 ºC entre distintos puntos de la ciudad.


Pero es igualmente importante reducir los gases de efecto invernadero y el calor antropogénico fruto de la actividad humana en la ciudad. Esto último lo conseguiremos si rehabilitamos seriamente los edificios de forma que no precisen de refrigeración, de no ser así, el calor de las máquinas enfriadoras irá a la urbe, o de calefacción, para que no emitan gases contaminantes.


 

Fachada vegetal sobre el Museo del muelle Branly de Jean Nouvel en París, reduciendo el sobrecalentamiento del edificio y, por tanto, de la ciudad.



En cuanto a la primera cuestión, el mayor problema proviene de los coches y cocinas. Con el tiempo, la ciudad para ser saludable tiene que volverse eléctrica. Deberían hacerse políticas a largo plazo que exijan que en un periodo, por ejemplo de 20 años, todos los coches de residentes o cualquier otro vehículo que circule por la ciudad, sean eléctricos. Esto eliminaría esos gases que afectan a la isla de calor y, por supuesto, a la salud. Es posible pensar que en ese periodo de tiempo el parque automovilístico habrá tenido que renovarse, haciéndolo de una forma pausada. También las cocinas deben ser eléctricas, y cualquier otro uso contaminante.

Naturalmente esto tiene que venir acompañado de mediadas en paralelo, como  políticas de ayudas para la compra de nuevos coches, suficientes puntos de recarga o el desarrollo de nuevas tecnologías. ¿Tenemos suficiente producción eléctrica para suministrar energía a todos los coches si elimináramos los combustibles? Pues evidentemente ahora no, por tanto, debe haber también medidas a largo plazo en paralelo, como la producción eléctrica de fuentes renovables en la propia ciudad, para que puedan llevarse a cabo sin menoscabo económico para el usuario o la ciudad; cada edificio puede convertirse en un pequeño productor de energía eléctrica con la tecnología de la que hoy mismo disponemos.

¿Es posible mantener o mejorar la habitabilidad de los espacios públicos, la ciudad, o privados, los edificios, sin agotar recursos? Si es posible tiene que serlo a través de criterios de adaptación que aprovechen los recursos y que por tanto sean sostenibles.

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