El
planeta Tierra en el que vivimos disfruta de un conjunto riquísimo de
condiciones ambientales que generan una biodiversidad admirable, pero que habitualmente
no valoramos adecuadamente. Esa diversidad ambiental la hemos organizado en lo
que llamamos climas y microclimas, consecuencia de la disparidad de factores
que nos aporta el planeta.
Por
ejemplo, la latitud, que determina la inclinación de los rayos solares que se
van a recibir o los efectos de los grandes movimientos de masas de aire según
la circulación general de la atmósfera. También la continentalidad o la
proximidad al mar u otras grandes masas de agua, que fija la oscilación de
temperatura entre el día y la noche. La orografía del terreno que influye en
los movimientos de las grandes masas nubosas que dan lugar al régimen de
lluvias. O la altitud que determina la capacidad de enfriamiento por
reirradadición de un lugar.
Pero también otros grandes
factores como la temperatura del mar de proximidad, función de la radiación
solar y las corrientes marinas, y, por supuesto, la naturaleza del terreno:
grandes praderas, bosques, junglas, desiertos, tundras o estepas, que con la
presencia de más o menos vegetación regula el efecto de la radiación recibida y,
por tanto, de las temperaturas.
Figura 1. Capas de hielo, tundras, desiertos y junglas tropicales.
Todo
esto se combina con la precisa composición de gases atmosféricos, que provocan el
controlado efecto invernadero que mantiene suficiente cantidad de energía solar
en forma de calor, como para mantener una temperatura en la Tierra compatible
con la vida animal y vegetal que disfrutamos.
¿El
resultado? que sobre la Tierra haya una gran variedad de climas y una infinidad
de microclimas, algunos inhóspitos, otros amigables.
Y
entonces llegó el hombre y lo alteró. Pero no fueron la presencia del coche o el
advenimiento de la era industrial o la producción descontrolada de gases de
efecto invernadero, los que provocaron la alteración, fue la conversión del
hombre de recolector a cultivador con el desarrollo de la agricultura. Es
cierto que si el hombre no hubiera aprendido a cultivar la tierra no habrían
aparecido las civilizaciones tal y como las conocemos, y seguiríamos siendo
homínidos primitivos, pero ahí comenzó el daño.
Figura 2. Tierras de cultivo donde antes había bosques.
El
peaje que hubo que pagar para alcanzar nuestra civilizada posición actual fue
la quema de bosques y la destrucción de prados y llanuras para convertirlos en
tierras de cultivo. La vegetación viva previa, los árboles y la yerba del campo,
absorbían la radiación solar sin provocar un incremento de temperatura, como ocurre
con las superficies inorgánicas. Las plantas regulan su temperatura y la
mantienen estable en el entorno de la temperatura ambiente, con un margen de
más menos dos grados centígrados. Lo consiguen transformando parte de la
energía absorbida en biomasa gracias a la fotosíntesis y eliminando otra parte
por evapotranspiración. Por ese motivo los entornos con vegetación son frescos
en verano, porque no se sobrecalientan. Sin embargo, cuando la superficie que
recibe la radiación solar es inorgánica, la tierra desnuda, la roca o la arena,
la absorción de calor se convierte en un aumento automático de temperatura. Los
hombres, al cambiar un bosque o un prado por tierra desnuda, provocamos esa
modificación del clima que tiene que ver con el último factor que da lugar a
los climas y microclimas, la naturaleza del terreno.
Pero
fuimos más allá. Al convertirnos en cultivadores dejamos de ser buscadores itinerantes
de recursos para convertirnos en sedentarios para cuidar nuestro ganado y
nuestros cultivos. Y para ello necesitamos de nuevo quemar bosques y
convertirlos primero en aldeas y luego en pueblos y ciudades.
Figura 3. Las grandes ciudades están
repletas de materiales que absorben la radiación solar y la convierten
automáticamente en calor.
Las
ciudades están mayoritariamente configuradas por materiales inorgánicos,
aceras, calzadas y edificios, con muy poca presencia de superficies vegetales;
muy lejos del campo o del bosque que fueron primitivamente. De ese modo, toda
la radiación solar calienta esas superficies, que a su vez calientan el aire
que las circunda. Cuando esas superficies quieren eliminar el calor captado,
como emiten radiación en el infrarrojo y los gases contaminantes de las
ciudades son capaces de absorberlos, no se logra disipar correctamente la
energía excedente, quedando en al ámbito urbano casi toda la radiación
absorbida. Ese simple motivo ya supondría que las ciudades representaran puntos
más calientes que su entorno natural donde no se da ese efecto. Pero a eso hay
que añadir el calor antropogénico, el producto de la actividad humana, los
vehículos y los equipos de acondicionamiento. Los equipos, aparatos o vehículos
que consumen cualquier tipo de energía, la reciben de fuera de la ciudad para
finalmente convertirla en calor; así se incorpora a la ciudad calor que no es
exclusivamente solar. Pero también la propia energía generada por los humanos,
resultado de la transformación de los alimentos que consumimos, y que también
vienen de fuera de la ciudad, en calor; los habitantes de la ciudad de Madrid
generamos instantáneamente de media unos 637 GW solamente con nuestro calor
corporal. Todo en su conjunto convierte a las ciudades en islas de calor
rodeadas por un mar de naturaleza donde el clima predomina sobre la alteración.
Figura 4. Aunque el calor
antropogénico no es tan significativo como el solar, la masiva ocupación de
algunas ciudades del mundo, y un uso también descontrolado de vehículos de
motor, puede empezar a tener una influencia importante en las islas de calor.
¿Pero
ese incremento de temperatura es el mismo en cualquier punto de la ciudad?
Evidentemente, no. Las zonas periurbanas se benefician del frescor del entorno
natural hacia el que disipan fácilmente el calor. En las zonas interiores de la
ciudad tampoco es lo mismo estar cerca de un parque o de un río que en una zona
densamente ocupada y edificada. Por eso, la isla de calor urbana se desarrolla
con temperaturas diferentes, que dependen de la capacidad de ventilación de las
calles, de la presencia de agua o vegetación, de la intensidad del tráfico, de
la morfología urbana y de los acabados de suelos y edificios. Por tanto, es
variable en el espacio.
Pero
también lo es en el tiempo. Las superficies tienen inercias diferentes en
función de su color y de los materiales que las componen. Por eso algunas
absorben más rápidamente la radiación mientras que otras, que lo hacen más
lentamente; algunas cederán el calor más rápido y otras lo harán más despacio.
El gradiente de temperaturas que se produce es también cambiante en el tiempo
en esa Isla de Calor Urbana (ICU), término utilizado por primera vez por el
británico Manley en 1958. Es un fenómeno dinámico.
El
agua de lluvia podría disipar parte de ese calor por evaporación, pero el agua
no se almacena en las ciudades, ni en su suelo ni en su subsuelo, sino que se deriva
velozmente hacia el alcantarillado. Un suelo vegetal o terroso empapado
reduciría la temperatura de la ciudad.
Ninguna
ciudad del mundo se libra de este fenómeno, pero algunas lo sufren más que
otras, y aunque el cambio climático que padecemos influye sobre toda la
superficie de la Tierra, afectará más duramente a las ciudades que al resto de
la superficie del globo.
Hay
que intentar evitar este sobrecalentamiento, reducir las temperaturas actuales
de las ciudades y evitar los problemas que generará. Pero para ello hace falta
entenderlas, saber por qué se produce y dónde lo hace con más intensidad.
Se
han venido realizando estudios de la Isla de Calor Urbana en muchas ciudades,
desde hace mucho tiempo. De la ciudad de Madrid los primeros estudios son de la
década de los ochenta y fueron publicados en 1991. Los realizaron un grupo de
investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid. En esa publicación ya se analizaba
el fenómeno. Previamente, en 1818 Howard escribía que la temperatura de Londres,
cubierta por el smog, era durante la noche 2,2 ºC mayor que en el campo, pero
que durante el día era algo inferior. Este efecto se produce en todas las
ciudades debido, en parte, a la contaminación que reduce la entrada de la
radiación solar, hasta en un 30%. En el caso del Londres de aquella época la
capa contaminante era densísima.
La
diferencia media habitual entre el campo y la ciudad puede ser de unos pocos
grados, 2 ó 3 ºC nada más, pero en condiciones puntuales pueden superarse los
10 ºC. Las temperaturas ambientales más elevadas lógicamente se alcanzan
durante las horas diurnas de los días despejados, cuando la radiación incide
directamente, pero los efectos de la isla de calor, cuando se dan las máximas
diferencias con el entorno climático natural y entre barrios, se producen por
las noches, dos o tres horas después del anochecer, cuando las superficies
calientes empiezan a ceder el calor absorbido. Será tanto mayor cuanto más
despejado haya estado el cielo durante el día y menos viento sople, lo que disiparía
el calor acumulado. Por el contrario, en los días cubiertos, o incluso
lluviosos, los efectos son mínimos.
Las
primeras mediciones dinámicas, con vehículos que transportaban equipos de
medida se hicieron posiblemente en 1927, en Viena, y poco después en Karlsruhe.
Eran recorridos simultáneos realizados con varios vehículos, para cubrir la
mayor parte de la superficie de la ciudad posible; se llaman transectos, que
según el DLE es “un muestreo caracterizado por la toma de datos en determinados
recorridos prefijados”. Desde ese momento este procedimiento se convirtió en
uno de los más utilizados en los estudios de la ICU, llevándose a cabo en las
ciudades más importantes del mundo.
En
esos primeros estudios de la isla de calor de Madrid realizados en 1988 se pudo
observar, a pesar de las limitaciones tecnológicas del momento, que se producía
un notable efecto de isla de calor. Por ejemplo, en condiciones de invierno,
con día despejado y viento en calma, se detectaron diferencias que oscilaban
entre 4 y 7 ºC con relación a las temperaturas más bajas. En concreto en el
transecto entre el Jarama y Alcorcón, los puntos de temperatura más bajos
estaban en el río Manzanares, a la altura del puente de Segovia, por el río, y
de la Finca Torre Arias, por tratarse de una gran superficie verde. En puntos
intermedios un aumento constante de temperaturas, pasando por los puntos más
calientes, el centro de Madrid y el Barrio de Salamanca, con una reducción de
un par de grados al pasar por el Parque del Retiro.
La
isla de calor está llena de micro-islas, no sólo en Madrid sino en casi todas
las ciudades. En uno de los recorridos invernales del estudio de 1988 aparecían
islas con unas diferencias de temperaturas de 5,5 ºC, entre -3,5 ºC en la
periferia y 2 ºC en el interior de la zona. Concretamente eran las zonas que
comprendían desde la plaza de Castilla a la plaza de Cibeles, entre Pueblo
Nuevo y Sevilla, entre Pacífico y el Puente de Vallecas, y entre Centro y Argüelles.
Eso muestra la singularidad puntual, de una parte de un barrio, un conjunto de
calles o una zona de la ciudad, que por sus edificios, pavimentos y acabados,
marcan diferencias con su entorno inmediato.
En
ese estudio se detectaron diferencias de temperaturas algo menores en verano. No
obstante esos valores estivales pueden causar mayores problemas que en
invierno. Las diferencias se limitaban a 3 ó 4 ºC en los mismos puntos críticos
que se habían detectado en invierno: Ventas, Goya, Vallecas, Sol, Colón. Si
bien es posible pensar que se mantendrían esos puntos críticos veinticinco años
después, la ciudad ha cambiado mucho creando nuevos focos de concentración
urbana, y nuevas formas de vivir la ciudad y de desplazarse. Era necesario
analizar ese crecimiento.
La
forma de la isla de calor de las noches de verano cambiaba de forma con
relación a la de invierno, se hacía más lobulada, y aunque no cambiaban los
puntos críticos, se modificaba su forma y tamaño. Por ejemplo, en el eje de la Castellana
se reducía al recorrido entre los Nuevos Ministerios y Goya.
Aunque
esa información ya no sea válida a día de hoy, si algo quedaba claro es que
eran datos variables. La isla de calor existe y permanece a lo largo de los
meses, pero cambia. Cambia según la época del año y las horas del día en las
que se mida, pero incluso de un año para otro las condiciones del día, viento y
nubosidad, también la hacen cambiar.
Hoy
en día, y en relación a la ciudad de la que se hizo el estudio, Madrid ha
crecido en sus asentamientos y, por tanto, en su población, ha aumentado el
tráfico y ha aumentado el uso de equipos de climatización. Por todo se imponía
la realización de un nuevo estudio. Gracias a la financiación del proyecto
MODIFICA (Modelo predictivo del
comportamiento energético de edificios de viviendas bajo condiciones de isla de
calor urbana) por parte del Ministerio de Economía y Competitividad, el
grupo ABIO (Arquitectura Bioclimática en
un Entorno Sostenible de la Universidad Politécnica de Madrid) pudo
realizar entre 2014 y 2017 un nuevo estudio del clima urbano de Madrid desarrollando
un nuevo conjunto de mapas dinámicos de la ICU, para el que se empleó una
tecnología más actualizada y eficiente. El resultado ha sido un conjunto de isotermas
diferente a las obtenidas décadas antes, pero donde se siguen apreciando los
mismos puntos críticos, a los que se han añadido otros nuevos.
Figura 5. Mapas de la Isla de Calor Urbana de Madrid realizados por
el grupo ABIO en cuatro momentos del año, indicando las diferencias de
temperaturas entre zonas urbanas.
¿Es
realmente problemática la Isla de Calor Urbana? Se podría pensar que en verano
sí lo es ya que las temperaturas son mayores que las que corresponderían al clima
del lugar, pero que en invierno suponen una mejora que reducirá las necesidades
y consumos de energía para la calefacción.
Es cierto, pero los problemas que acarrean las islas de calor urbanas no
se limitan al mayor o menos consumo de energía. Uno de los problemas que producen,
ya sea en verano o en invierno, es la alteración de las bases climáticas
necesarias para los cálculos y la toma de decisiones con respecto a los
edificios. Si el dato climático real que influirá en el comportamiento de un
edificio, es 4, 5 ó 6 ºC superior al que da la Agencia Estatal de Meteorología
para esa ciudad, los resultados serán claramente incorrectos. Pero ni siquiera serían
válidas esas bases de datos si se utilizan para comparar el comportamiento
entre edificios situados en zonas diferentes de la ciudad, porque aunque estén
en la misma ciudad los microclimas y las micro-islas, fruto de la ICU, puede
diferir también en varios grados entre ellas. Por ello se impone crear unas
bases de datos dinámicas y variables según las zonas de la ciudad de Madrid.
Dado
que los transectos, a pesar de repetirse en épocas diferentes del año y de
programarse para cubrir una parte significativa de la ciudad, generan mapas
estáticos, se procedió a colocar medidores de datos permanentes en puntos
estratégicos de Madrid para que completaran el mapa generado por los transectos
y le dieran un carácter de dinámico a las áreas isotérmicas resultantes.
Lógicamente
el mayor problema se dará en verano, cuando la ciudad se vuelve más inhóspita
que el campo, y las necesidades de refrigeración se incrementan en relación a
los límites que fija la naturaleza. Las diferencias de 10 ó 12 ºC que se pueden
dar en la misma ciudad convierten, en esos momentos, a esos barrios en ciudades
diferentes, incluso se podría pensar que en países diferentes, a los que habría
que aplicar criterios de diseño bioclimático, es decir de eficiencia
energética, diferentes. Si se desconoce esta información, las tomas de
decisiones serán incorrectas y nos desviarán del camino del edificio de energía
cero. Por tanto, ¿sirven los limitados datos que aportan las actuales bases de
datos climáticas para hacer los cálculos energéticos de los edificios
necesarios para proponer una rehabilitación energética, seleccionar el espesor
de un aislante o el tamaño de una protección solar?, la respuesta es no.
Pero
aún hay más. Queda el efecto sobre la salud. En climas calurosos como el de
Madrid, la mortandad debida a las altas temperaturas es tan elevada como
desconocida. A partir de los 36 ºC la mortandad se dispara, sobre todo en
grupos de riesgo que ocupan viviendas inadecuadas. Como consecuencia de las ICU
esas temperaturas se alcanzan más fácilmente y se mantienen a lo largo de
demasiados días en algunas zonas de la ciudad, no en todas. Por ello, debe
haber prioridades a la hora de programar las políticas de rehabilitación
energética que deben establecerse con criterios serios fruto del estudio
preciso de las ICU. Las alertas de riesgo para la salud que se deben producir,
no pueden ser generalizadas, sino que deben ir en primer lugar a esas ciudades
dentro de las ciudades donde comienza el riesgo, es decir, a los barrios
vulnerables con mayor población de riesgo. Eso también obligaba a realizar un
estudio de la distribución de las tipologías arquitectónicas frecuentes en
Madrid, y a conocer su comportamiento energético para cruzar los datos con los
de los mapas de la ICU. Las viviendas con peor comportamiento en las zonas más
afectadas por la ICU deberían ser las prioritarias a la hora de la rehabilitación,
y sus ocupantes en grupos de riesgo, los primeros en ser advertidos. Ese fue
otro de los objetivos de MODIFICA, analizar el crecimiento de Madrid en los
últimos años, organizar sus edificios en tipologías y verificar cuál es su
comportamiento térmico en las condiciones reales de isla de calor, y determinar
los periodos de sobrecalentamiento. De ese modo el trabajo no se limitó a
realizar un mapa más preciso de la ICU de Madrid sino a casarlo con el
comportamiento de los edificios y con la población vulnerable.
¿Tienen
solución los problemas generados por las Islas de Calor Urbano?, ¿se pueden
eliminar las diferencias de temperaturas con el campo y entre barrios? Realmente no, pero se pueden y se deben
minimizar. Lógicamente si el problema proviene de la falta de vegetación la
solución debe estar en la renaturación urbana. Incorporar vegetación en las
fachadas de los edificios y, sobre todo, en las cubiertas, reduce la
temperatura de la ciudad; su uso masivo podría reducir la temperatura urbana en
2 ó 3 grados. Pero también se pueden incorporar nuevas superficies verdes
aumentando el tamaño de los parques urbanos, los grandes y los medianos, e
introduciendo nuevos jardines, ya sean públicos o privados. Otras soluciones
provienen del sombreamiento de suelos y fachadas, de nuevo con elementos
vegetales, el arbolado urbano. Si no es posible el sombreamiento, el uso de
acabados claros y reflectantes reducirá la absortividad de las superficies; aquí
el gran enemigo es el asfalto de las calzadas, que debería reducirse. La otra
solución es incorporar humedad a los suelos y a las cubiertas. Una cubierta
ecológica, almacena agua y la va evaporando para evitar el estrés de las plantas
que provocaría el sobrecalentamiento. Usar suelos permeables que almacenen agua
en lugar de canalizarla hacia el alcantarillado también cumpliría con esa
función.
Figura 6. Las cubiertas verdes son las grandes soluciones al problema
de sobrecalentamiento, ya que las superficies horizontales reciben la radiación
solar prácticamente sin sombras.
Figura 7. Las
fachadas vegetadas o los edificios integrados en un entorno ecológico tambien
serán soluciones oportunas.
El
proyecto MODIFICA ha dado los primeros pasos serios para poner encima de la
mesa el problema, que no es exclusivamente las diferencias de temperaturas que
se establecen entre zonas y con el campo, sino vincularlas a las bases de datos
que se usan para los cálculos energéticos, a la población vulnerable y al comportamiento
energético de las tipologías de edificios. De ese modo se podrán tomar medidas
de protección para determinados sectores de la población, corregir los errores
de cálculos y dar prioridades lógicas a las políticas de intervención en
general.